El destino caprichoso me llevó a vivir en un pueblo del Pirineo de Huesca, un lugar espléndido con la naturaleza rodeándolo todo. Tuve la oportunidad de comprar una yegua que tenía un señor en el pueblo vecino, él ya no la usaba y necesitaba quitársela (cómo suele pasar por desgracia con los animales en el mundo rural, si no les sirven los quitan de su vida). Era castaña (es decir marrón y crines negras) y con una constitución magnifica, fuerte y ancha, con movimientos espectaculares. Me enamoré de ella.
Por aquel entonces yo estudiaba la vida de los indios norteamericanos y encontré un nombre ideal para aquella yegua, “Cokis” que significaba “la que corre”. Si, así era ella, una yegua que solo la habían enseñado a correr.
Mis prácticas con caballos después de aquel curso intensivo no fueron ni mucho menos las necesarias para saber manejar aquel animal. Con ella cometí muchos fallos de novata, el más grave ocurrió la primera vez que la monté. El señor que me la vendió me regaló la silla que él tenía, una silla española antigua que pesaba un horror. Yo se la puse lo mejor que supe, pero no debió ser suficiente. La monté y comenzamos a movernos, ella no sabía ir despacio y por mucho que yo la intentaba retener ella me ganaba y salía corriendo. Llegó un momento que se puso a galopar sin control ninguno, yo fui aguantando el equilibrio como podía hasta que la yegua se metió por una calle del pueblo muy estrecha, allí fue cuando patinó y yo me caí al suelo. A mí no me pasó nada más que un golpe en la cadera (sin importancia por suerte) pero para ella fue peor y no físicamente. La silla al caerme se le giró por completo por no estar bien apretada y se le colocó entre sus patas, fue horrible ver como la pobre iba corriendo con aquella aparatosa silla entre sus patas, dándole golpes y sonando fuertemente al chocar los estribos metálicos contra el suelo. Cuando logré cogerla estaba tan asustada que pensaba le iba a dar un infarto por tanto miedo que sufrió.
A raíz de aquello mi mente empezó a pensar en cómo poder ayudar a aquella yegua, pues como es lógico ya no la quise volver a montar sabiendo que ni ella controlaría su miedo a que la montase ni yo a que no volviese a descontrolarse conmigo montada. Me dedicaba a pasear con ella pie a tierra, la ponía una cuerda larga y la dejaba pastando por los caminos del pueblo mientras yo la observaba. Me podía tirar horas mirándola sin cansarme. Ella, mientras comía, me miraba desde la distancia, pero según pasaban los días y ella veía que yo no le hacía ningún mal, comenzó a ir comiendo más cerca hasta tal punto que se acercó a mi cabeza (yo me sentaba en el suelo) para olerme. Fue su primer contacto conmigo totalmente voluntario, por lo que yo me sentí tremendamente alegre pues pensaba que quizá llegásemos a entendernos.
Desgraciadamente no fue así, la intenté volver a montar (esta vez con una silla inglesa) y seguía con aquel miedo tan fuerte que le impedía estar tranquila y confiar en mí. Decidí que debía buscar ayuda de algún profesional que la volviera a enseñar y lograse quitarle el miedo. Logré localizar a un señor francés que realizaba una novedosa técnica de manejo de caballos, la doma natural. Él me aconsejó que dejara mi yegua allí con él durante algún tiempo para reeducarla, a cambio me dejaría una suya con la que podría disfrutar de los paseos controlados a caballo. Y así fue como entró en mi vida mi segunda yegua a la que llamé “Ichimani” que significaba “montaña dorada”.
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